sábado, 16 de abril de 2011
LIBRO: "DIARIO SUICIDA DE ORLANDO VILLAMIZAR"
Prólogo
Por. Gabriel Pabón Villamizar
El primer intento de suicido de Orlando tiene particularidades cinematográficas, y hay en él ingredientes que se perciben en las primeras páginas del diario: su afición por el cine, y su primera gran fuente de frustración, el colegio. En una ciudad – Pamplona- que se había quedado sin salas de proyección, ese día invitó “a cine” a unos niños pobres del barrio; los llevó a las afueras del pueblo, les pidió que permanecieran abajo, subió al cuarto piso del colegio y se arrojó al vacío. Resultado: unos niños aterrados con semejante muestra de cinismo, y Orlando hospitalizado, con fractura en la cadera y en otras partes del cuerpo. Años y sufrimientos más tarde, Orlando murió arrojándose por unas gradas. Son dos caídas que marcan el comienzo y el final de la fase autodestructiva de su vida.
Entre esas dos caídas hubo, por lo menos, otros cinco intentos de suicidio, tan aparatosos como frustrados. En el segundo intento, estrelló su cabeza contra las paredes de un calabozo; resultado: una cicatriz de diez puntos en su frente; en el tercer intento, se colgó en su casa de una soga, pero la cuerda cedió y se reventó en el último momento; en el cuarto, intentó sobredosis de tranquilizantes, pero fue rescatado a tiempo; en el quinto, armado de un destornillador y una porra, ensayó llegar al corazón, pero le faltó fuerza; el sexto y último, fue casi involuntario: en un acceso de ira porque su vecino no le abre la puerta para ver televisión en las últimas horas de la noche, se arroja por las escaleras. Su cabeza, repleta de alcohol y drogas, ya no resiste tanto golpe.
La noticia no nos sorprendió. En los últimos meses, Orlando se despedía definitivamente de sus amigos casi todas las noches escasas en que se atrevía a salir de su guarida, ayudado por las drogas. No lo tomábamos muy en serio, y hasta nos atrevíamos a enviar “saludos” al más allá. En realidad sabíamos que era un desahuciado y que tarde o temprano cumpliría su promesa, pero jugábamos con su cinismo. Poco podíamos hacer por él, dado su estado de postración y su convicción de no querer vivir. Seguía vivo por inercia o por instinto o porque todavía alimentaba la remota idea de una solución providencial (“la llegada del helicóptero”, como solía decir).
Después del primer intento de suicidio, Orlando hizo de la droga su parapeto, y abandonó, primero, sus sueños de ser un líder político, y, luego simplemente todos sus sueños; incluso el de salir algún día de la prisión que, para él, era Pamplona. No volvería a alzar cabeza y continuaría el lento proceso de deterioro, empujado por el derrumbe de su mundo familiar. Con la muerte de su padre y la liquidación de la exigua herencia, se vio obligado a vagar de inquilinato en inquilinato, hasta el punto de que su única opción económica eran los cuartos de servicio de las casas más pobres de las afueras, en habitaciones cargadas de humedad, con piso de tierra y sin luz natural ni ventilación. Antes de llegar a ese extremo, y para sostenerse, comenzó a vender su biblioteca a pedazos. Una o dos veces por semana salía a vender alguno de sus libros para aprovisionarse de droga. Y después, cuando no le quedó un solo libro o disco, acudió a la caridad de sus amigos, conservando a duras penas la maltrecha dignidad. Vivía de la caridad. Pero a diferencia de otros, testimoniaba su derrumbe en los cuadernos que arrastraba en cada uno de sus múltiples trasteos.
Orlando estaba en el lugar equivocado, y posiblemente en la época equivocada. Sus amigos siempre creímos que una ciudad más grande, junto con la existencia de salas de cine y de periódicos le hubieran permitido canalizar sus energías en el periodismo cultural; aun sabiendo que entramos en el terreno de las especulaciones y las contingencias, es necesario consignarlo aquí, porque de esa manera lo sentíamos: Orlando se merecía otro destino; eso, sin desconocer que cualquiera estaría tentado a cometer la ligereza de calificarlo como un “perdedor”, término importado de algunos sectores de la idiosincrasia norteamericana. El término loser connota unos valores que poco se compadecen con las tragedias ajenas: competencia, rivalidad, egoísmo, marginación, descalificación, humillación. Los cultores del exitismo suelen olvidar que por cada ganador puede haber una legión de perdedores detrás, que el ganador se erige sobre los esfuerzos frustrados de los perdedores, o tal vez gracias a ellos; en fin, que puede ganar porque los demás pierden; o, mejor, en ocasiones gana a costa de la pérdida de los demás. En ese contexto de “competitividad”(otro término de moda), pareciera hoy que el dolor por la pérdida de los demás fuera un valor evitable y despreciable. Sin embargo, la solidaridad con los padecimientos y las frustraciones ajenas no sólo nos hace más fraternales, sino que sencillamente es una condición humana; para dar cuenta de esa condición, existen las palabras, la literatura, el testimonio. A pesar de sus contradicciones y desconciertos, Orlando puede producir esa compasión (eleos) que tan cara era a los griegos porque su escritura está inspirada en ahondar, así sea a ciegas, en una particularidad que ayer fue de él, pero hubiera podido ser de cualquiera: la soledad. Tratando de salvarse de ella, Orlando se hundió en la tragedia de su vida, como quien se hunde en un pozo de arenas movedizas: cualquier intento de salvarse, por circunstancias de la vida, sólo contribuyó a hundirlo con más premura y desesperanza.
Y es que la caída de Orlando fue sentida como una tragedia por todos sus amigos y conocidos. Y empleo dos palabras en su sentido profundo y amplio: caída y tragedia. Fue una tragedia en el sentido fenomenológico: algo que pudo ser evitable, que no “debió” ocurrir así. Las condiciones personales de Orlando - lo advertirá el lector del diario - daban para que su transcurrir hubiera tomado otros derroteros. Pero ¿quién es quién para trazarle caminos a la vida, sobre todo si es la de los demás? ¿Sobre todo si ya esa oportunidad ha pasado? Como sea, lo cierto es que el transcurrir de Orlando dejó en nosotros, más allá de racionalismos inútiles, el sentimiento de que su periplo vital, en varias oportunidades, hubiera podido merecer menos frustraciones. Quizá hubiera muerto en alguna aventura guerrillera, pero en su ley; quizá fuera ahora un reconocido crítico (de hecho, alcanzó a publicar, a veces con nombre propio, a veces con el pseudónimo de Malone Búho, algunas críticas en periódicos de Cúcuta, Bucaramanga y Bogotá) o director cinematográfico de nuestro medio, quién sabe. Pero su destino, por razones contra las que se rebela el sentimiento, fue el de una persona torturada por la desmesura entre su deseo, sus proyectos, y los resultados tan tristes y miserables. La existencia de Orlando fue un continuo tropiezo, una caída en la dura realidad, tal vez para él demasiado dura y vulgar. No sería demasiado arriesgado decir que eso explica, en parte, tanto su primer como su último suicido.
Con todo, y aun en los peores momentos de desolación, Orlando conservó la esperanza de que sus palabras llegaran a otros oídos, y así lo insinuaba en el diario. No quiso desaparecer sin dejar huella, sin dejar un mínimo testimonio de sus tribulaciones. Al final, cuando ya lo había perdido todo, se aferraba secretamente a estos apuntes de los que nunca quiso desprenderse. Caminaba solitario y cabizbajo por las calles, pero siempre con una agenda (en realidad, un cuaderno escolar) en la mano para – llegado el momento- sentarse a escribir en el primer escaño que encontrara. Muchos de nosotros sabíamos que llevaba un diario; dado su hermetismo, intuíamos que en sus páginas podían estar contenidos los hilos con que se tejía la tragedia de su vida.
La primera imagen que tengo de Orlando se remonta a mis cinco o seis años. Mientras centenares de escolares salían al colegio a pie, Orlando pasaba por la esquina del barrio en una reluciente bicicleta Monark, de color verde, con cantidades de libros muy bien ordenados en la parrilla. Era el único que usaba bicicleta. Vivía en las improbables afueras de la ciudad y no alternaba con los compañeros, lo que le daba un aire más misterioso. Había en él algo que inspiraba respeto y admiración; tal vez era su rostro, en actitud de permanente ensoñación reflexiva. Era, además, desde sus primeros años, el mejor alumno del colegio, sin rivales. Un caso aparte. En ese entonces yo no conocía siquiera su nombre.
Le perdí rastro durante más de diez años. Hasta que un día, cuando yo comenzaba a manifestar curiosidad por la militancia de izquierda, alguien me llevó a una casa en las afueras, a conocer a Orlando Villamizar, calificándolo como “un extremo-izquierdista radical y aislado”. En una alta casa de tres pisos, sin acera, cortada casi a tajo sobre una curva peligrosa de la carretera, se entreabrió una puerta. Entre la penumbra apareció la cara de aquel muchacho de la bicicleta, ahora con aspecto de conspirador patibulario. Era el mítico Orlando. Había desechado el título de bachiller al impugnar los exámenes finales de religión y filosofía (“No creo en la vida de ultratumba”, fue la respuesta única en los exámenes), y por lo visto, había llevado una vida casi clandestina, encerrado en su casa y dedicado a preparar su asalto al mundo.
Vivía en las condiciones que envidiaríamos en ese entonces: había hecho de su buhardilla un universo aislado, y aparentemente suficiente, con un catre rodeado de pilas de revistas, libros y periódicos que se acumulaban hasta una altura de tres metros. Ahí estaban todas las Life y Cromos que me había faltado leer. Pero también había colecciones completas de Enfoque Internacional, Bohemia, Elite, Venezuela Gráfica, Momento, y revistas de cine de todas partes del mundo. Más allá, se acumulaban columnas de discos. Sobre una mesa pequeña, un poderoso radio y un tablero de ajedrez con sus piezas listas para el combate. En las paredes, alternando con fotos del Ché y de Lenin, fotogramas de mis amores platónicos: Anita Ekberg, Elke Sommer, Julie Christie, Raquel Welch, Sofía Loren. Coleccionaba sobre todo música de cine. De noche escuchaba radio, en especial Radio Habana Cuba. ¿Qué más se podía pedir?
El mismo Orlando, aun sin saberlo, se había mimetizado con sus íconos. De ademanes pausados y graves, tenía un lejano parecido con Marlon Brando, y hablaba a veces con el acento del locutor de Radio Habana. A diferencia de la ortodoxia anacrónica del anciano sastre Antonio Castellanos (tal vez el único militante del partido comunista de la ciudad de aquella época), Orlando irradiaba todavía juventud y renovación. Soñaba proyectos ambiciosos, tal vez megalómanos. Crítico de todos los movimientos revolucionarios, soñaba con fundar e impulsar la guerrilla urbana del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria) en Colombia. O viajar a Cuba a estudiar periodismo en la Universidad de La Habana.
Todos los jóvenes con ideas de cambio en la cabeza, adoptamos a Orlando como nuestro gurú. Era nuestro gran paradigma: culto, informado, inteligente, disciplinado, resistente y de férreos principios. Tal vez le faltaba un toque de experiencia mundana. Fuera del cine, el ajedrez y la formación política, todas las otras actividades las miraba con algo de indiferencia o desprecio. Los demás, íbamos a más lenta velocidad. Resistíamos a su impaciencia por conformar cuanto antes células revolucionarias que iniciaran la guerrilla urbana en Colombia, tachando de “campesinistas”, timoratos y despistados a los otros movimientos armados. Alcanzamos a conformar dos grupos de estudio: el grupo “1 de Mayo” y el grupo “Comuneros”. Orlando era el líder celoso de los dos grupos.
Pero algo fracasó con estos dos grupos y con todos los intentos de Orlando por liderar cambios políticos radicales. Orlando ya había quemado etapas que sus amigos no habíamos cumplido, y sus intentos de empujarnos a actividades más “comprometidas”, encontraba oposición personal (aunque vergonzante) en muchos de nosotros. Su sed de confrontación podía explicarse como producto de años de espera, pero ya empezábamos a sospechar en él una vocación suicida que a veces trasladaba a la acción política. Quería a todo trance “agudizar las contradicciones”, de tal manera que al final estuviéramos como él, en sus mismas condiciones, y tal vez con el mismo desespero personal.
Fue cuando comenzamos a confrontar a Orlando; al comienzo con amabilidad y respeto, y luego simplemente descreyendo de sus métodos y rehusando su compañía. Nos parecía demasiado irascible, desesperado, apocalíptico y falto de experiencia práctica. Le criticábamos su afán de liderar el movimiento estudiantil sin ser estudiante. No comprendíamos tampoco que no se hubiera confrontado con patrones y autoridades ni reconociera lo que era una conciliación o negociación. Dependía de su padre a una edad en que la mayoría trabajaba o definía su vida de forma independiente. Tampoco le conocíamos novia. Con todo, deseábamos que saliera del “hueco” que era Pamplona, y buscara su destino de líder político fajándose en otros escenarios menos reducidos y más estimulantes.
Pero, Orlando, aun sabiendo que ya no tenía qué hacer en Pamplona, tampoco dio el salto, y continuó en el pueblo, dependiendo de su padre. Cuando, por fin, se decidió, con ayuda de algunos amigos, a viajar, primero a Cali y luego a Bogotá, tal vez ya era demasiado tarde. Su espíritu estaba “resabiado” y la demasiada soledad había hecho estragos en su capacidad de aguante. Estaba incapacitado para una socialización mínima que no estuviera marcada por el conflicto. Fuera de Pamplona no tenía el reconocimiento deseado. Sus salidas eran cortas, seguidas por tristes regresos al pueblo. Cada regreso era una derrota. Y las derrotas se iban acumulando, como aguas represadas.
Hasta que llegó el momento en que el dique se rompió por el flanco más débil y olvidado: la falta de compañía femenina. Sus intentos de seducir mujeres resultaban mediatizados en demasía por el discurso político, y devenían demasiado tímidos, crispados y torpes, y no llegaban siquiera a iniciarse cuando naufragaban a las primeras de cambio; todo ello agravado por un complejo inexplicable con su “corta” estatura; aunque Orlando se maltrató con ese rasgo físico, lo cierto es que su talla era sólo unos centímetros menos que la del promedio, hasta el punto de que la diferencia podría pasar desapercibida; por lo demás, en sus rasgos y ademanes había una nobleza y una gravedad que podrían resultar seductoras. Pero eso no lo salvó de los fracasos continuos en su relación con las mujeres de su juventud. Uno de esos fracasos lo condujo a un acto ajeno a sus principios y su estilo de vida: comenzó a refugiarse en la marihuana “mal fumada”, en combinación con el círculo vicioso de estimulantes y tranquilizantes. Cuando lo supimos, sus amigos nos escandalizamos; no por prurito moralista, sino porque de todos los habitantes del pueblo, el espíritu menos afín con la droga era Orlando. Nuestras esperanzas de que no se quedara anclado en ese pasaje resultaron fallidas, y nuestros recelos más temidos se cumplieron: Orlando comenzaba un proceso de descomposición que superaría los peores vaticinios. Y no por la droga misma –en ese tiempo casi todos experimentamos con la marihuana y las “pepas”- sino porque algo en él, profundo, se había roto y ya no tenía arreglo. El ídolo se deshacía en un proceso que nos produciría horror y compasión.
Las anotaciones de Orlando son valiosas por varias razones: entre otras, porque constituyen un documento vivencial de la época, en especial sus primeras páginas, donde el autor da cuenta de la mentalidad de un pueblo y de una sociedad en los años sesenta. En ocasiones, haciendo incipientes ejercicios de periodista, se limita a relatar eventos (como las exequias de Eduardo Cote Lamus), pero la mayoría de las veces, gracias a su sensibilidad y percepción crítica, reproduce toda la compleja gama de sensaciones a las que estaba expuesto un joven en ese tiempo, desde el insufrible sistema educativo, hasta las limitaciones aplastantes (culturales, sociales, familiares y personales) a las que estaba sometido un espíritu como el suyo. Las apuntaciones de Orlando acusan también un gran sentido de selectividad. No apunta en su diario acciones o sensaciones intrascendentes.
Los que llevamos un diario sabemos las dificultades de mantenerlo; en ocasiones no sabemos con certeza qué vale la pena anotar: ¿los hechos?¿las acciones?, ¿las sensaciones?, ¿los deseos o temores?, ¿lo rutinario?, ¿lo excepcional?; también surgen preguntas referidas a la pragmática de la escritura: ¿para quién se escribe en realidad?, ¿con qué grado de sinceridad?, ¿para qué escribir lo que ya se sabe o se conoce?, etc. Desde otra perspectiva (la del lector), a veces leer un diario resulta agobiante, pues los registros que dan cuenta de una rutina personal, resultan carentes de interés; no ocurre así con los de Orlando; su talento de escritor (otro de sus oficios frustrados) le permite ser selectivo con lo que expresa y cuenta. Hasta el punto de que mi labor de edición se circunscribió prácticamente a descifrar sus apuntes y digitarlos, sin necesidad de hacer enmiendas o recortes significativos.
Llegar a la publicación de este diario no ha sido una labor fácil. Mauricio Peñaranda, amigo común y “heredero” inicial de Orlando, me legó buena parte de los cuadernos; otros textos fueron rescatados poco a poco por su madre entre la cantidad de cajas con todas las revistas, periódicos, recortes y papeles acumulados de su hijo. Fue así como pudimos recuperar, poco a poco, estos escritos desperdigados y descuadernados, que en varias oportunidades estuvieron a punto de irse a la basura como papeles sin ningún valor. Orlando escribía en cualquier tipo de papel: en fórmulas médicas (abundantes), en servilletas, en recortes de revistas; sobrescribía en cartas recibidas, en los márgenes de notas mecanografiadas… y a veces lo hacía en letra ilegible, producto de la droga, el desespero, el sueño o el insomnio. Dialogaba a toda hora con el papel, no siempre en los términos más ecuánimes. Pero los rasgos de sus manuscritos eran fascinantes en tanto que expresivos: iban desde la letra menuda y regular hasta el grito de auxilio en letra agigantada, y los delirios convertidos en letra temblorosa e ilegible. Fue necesario un trabajo paciente para descifrar los textos de los últimos meses, ordenarlos; a medida que hacía ese trabajo fui descubriendo la otra cara de Orlando: un ser atormentado por sus sentimientos pero dispuesto a dar su particular pelea hasta la muerte, siempre acompañándose de palabras.
Durante años, reuní todos esos escritos en una gran caja que trasladé de un lugar a otro en mis mudanzas, como si fuera un osario. Cada cierto tiempo –cuando acumulaba moral suficiente para enfrentarme con el drama- sacaba la caja debajo de mi cama, y me sumergía en la dura tarea de descifrar, primero, y luego pasar a limpio un cuaderno. Si dejaba pasar demasiado tiempo, me torturaba con la idea de tener un pequeño ataúd bajo la cama, pidiendo a gritos un entierro definitivo. Así fueron pasando los meses, también en espera de que aparecieran más escritos. Luego pensé en escribir una especie de biografía novelada de Orlando, pero me detuve a tiempo al considerar que estaría saqueando algo sobre lo que no tenía yo ningún derecho. De modo que opté por limitarme a ser el facilitador de su palabra y dejar sus apuntes tal como los consignó.
Quien avance en la lectura de este diario se adentrará en el testimonio desgarrado de una vida que al comienzo fue una promesa inteligente, crítica y productiva (y por eso he incluido el diario de los primeros años), y luego se convirtió en una dolorosa agonía marcada por la soledad, el desespero y la autodestrucción. En estas páginas también están consignadas las vivencias comunes de una buena parte de la generación de los 60’s a la que perteneció Orlando (1948-1987), asaltada por la frustración y atraída por las opciones autodestructivas; fue un grupo que se movió entre la política, la bohemia, el rock, la música salsa, las drogas, para terminar en un agotamiento de recursos vitales y, al final, en la integración resignada … o el suicidio; pero, a diferencia de otras vidas, Orlando contó con una sensibilidad especial y una voluntad expresiva que dieron como resultado estas anotaciones. Su diario no sólo está habitado por el puro alarido rabioso y caótico de una fase final de desesperanza, sino que contiene, hasta las últimas líneas, algunos componentes que lo hacen excepcional: es la crónica de una época, de una condición social y particular compartida por muchos de nosotros, pero contada por un protagonista con una imaginación, una vocación y una cultura dignas de mejor destino. Es por eso que tengo la convicción de que, a pesar de todo, las caídas de Orlando no fueron inútiles, puesto que quedan estas páginas que le sobreviven. Paz en su tumba.
Gabriel Pabón (Pamplona). Premio Cuento Juan Rulfo-Radio Francia Internacional (2001). Docente, escritor y editor. Ha publicado, entre otros, los siguientes libros: “Yentyl, el amable hombre de las nieves” (Panamericana, 2010), “Crónica Sentimental de Bucaramanga” (Universidad Piloto, 2005), “El Visitador y otros cuentos” (Panamericana, 2001), “Descuento Navideño” (Premino Nacional de Cuento, IDCT, 1998), y las antologías “El maestro en cuentos” (Letra escarlata, 1999), y “La venganza como una de las más bellas artes” (Letra escarlata, 1998). Sus cuentos hacen parte de varias antologías nacionales e internacionales.
"Historia de una caída (Diario Suicida de Orlando Villamizar)”. Editorial Net Educativa. Primera Edición, Abril, 2011. ISBN: 978-958-44-8439-0 ©Gabriel Pabon Villmizar. Págs. 307.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
3 comentarios:
es un libro que lleva al lector paso a paso hacia el inevitable camino del abismo al que el protagonistade este diario tuvo que sucumbir. Excelente libro.
edgar rodriguez. pamplona N de S.
es un libro que lleva al lector paso a paso hacia el inevitable camino del abismo al que el protagonista de este diario tuvo que sucumbir. Excelente libro.
edgar rodriguez. pamplona N de S.
es un libro que muestra al lector paso a paso el camino hacia el abismo que el protagonista de este diario tuvo que recorrer. Excelente libro.
edgar rodriguez. pamplona N de S.
Publicar un comentario