viernes, 8 de agosto de 2025

EN BARRANCABERMEJA, IMAGINARIOS Y PATRIMONIO CULTURAL: PIPATÓN Y YARIMA



El Viento de 1977 y el Amor Perdido

El lunes 5 de septiembre de 1977, la antigua carrera 11 con calle 14 amaneció en alerta. Muchos habían trasnochado haciendo guardia detrás de las ventanas, y esa mañana nadie salió a barrer el frente de sus casas, siempre lleno de hojas y del polvo arrastrado por la ventisca de los primeros días del mes. Hasta la luz se tornó de un profundo color cobrizo, opaco, sin proyectar sombra alguna. 

Tal vez incluso el sol reflejaba el aterrador momento que vivieron los vecinos cuando, la noche anterior, al paso de una volqueta llena de soldados, los militares lanzaron un artefacto explosivo que provocó un estruendo ensordecedor. En ese instante, hasta la inamovible abuela Mercedes salió gritando que el mundo se iba a acabar, mientras nosotros corríamos por la calle a oscuras de la Central Integrada, intentando resguardarnos de la muerte que parecía inminente. 

A pesar de la tensión, como todos los lunes, antes de la jornada de la tarde en la escuela Central Integrada, me preparaba para el oficio que más disfrutaba: ir “abajo”, como decían los mayores, al sector comercial del puerto petrolero, para hacer las compras de la semana. Primero, entraba al Granero La Fe de Hernando Balcárcel Páez, y después, disfrutaba del paseo por la atiborrada Plaza Central. 

Eran las 9 de la mañana y salí a buscar el viejo bus de madera que parecía un cucarrón y pasaba frente al Comisariato. Allí, la “burguesía de overol” revendía la carne y otros productos que Ecopetrol les entregaba a los trabajadores petroleros. El resto de la ciudad los veía como unos privilegiados, una clase aparte. De esto no hablan los historiadores que los glorifican, porque nunca han sido capaces de asumir la autocrítica frente a Barrancabermeja. 

Aunque me quedaba más cerca ir a la esquina del desaparecido almacén El Murano de los Zapata, en la antigua calle 10, prefería caminar un poco más para pasar por la antigua tostadora de Café Colosal, que nos perfumaba con su aroma la mañana, y por el pequeño parque donde aún se encuentra la primera estatua en homenaje al inconmensurable amor de Pipatón y Yarima. Esa historia con la que crecimos orgullosos y que era parte de nuestras vidas. 

Hoy, aunque los eruditos e ilustres historiadores digan que es una mentira, hace parte de ese ingenuo romanticismos decimonónicos del ser barranqueño, una identidad que ahora intentan que olvidemos. Sin embargo, la poética de los pueblos está escrita en el alma colectiva de sus imaginarios. Fue allí donde encontré al “Indio”, sentado y observando la estatua. 

En Barrancabermeja, todos lo llamaban así por sus rasgos, que no se parecían a nadie en la ciudad. Era un hombre tostado por el sol, de unos 60 años, que cargaba canastos en la plaza de mercado para comprar sal, aceite, café y alguna otra cosa, pues vivía en otra orilla del río. El hecho me pareció tan extraño como la mañana misma, y me le acerqué. Sin mirarme, me preguntó si yo conocía la historia. Yo le respondí que me la habían contado en la escuela. 

Aun así, señalando a Pipatón, me hizo la misma pregunta. Me senté a su lado, porque, como todo buen disléxico y alejado de los demás por el síndrome de Asperger, me encantaba sumergirme en historias y otros mundos. 

—Mi padre me contó que sus ancestros decían que Bochica, después de haber creado el Salto del Tequendama, caminó por el río Funza (Bogotá) y llegó hasta las orillas del Yuma. Caminó lo más lejos que pudo hasta encontrar Latocca. La nación de los Yariguíes fue testigo, y Pipatón se arrodilló frente al gran Dios. Él regaló una vara que cortó de una ceiba milenaria, con la que tocó las tierras bermejas, y de ella brotó el chapapote, eso que llaman oro negro. 

—Por esos días —continuó—, los yariguíes se bañaban en ese aceite para aliviar el cansancio después de las largas caminatas que hacían desde la serranía hasta la orilla de este mar inmenso hecho río, que le llaman Magdalena. Por esta razón, dejaron viajar hasta los territorios de los Caribes, que defendían otras naciones y siempre los vieron como extraños, ya que nunca se aventuraron a andar entre las lejanas montañas de estas tierras, porque ellos tenían su propia gran montaña a la orilla de la playa.

—¿Vas para la plaza? —Me preguntó. 

—Sí —respondí. 

Comenzamos a caminar, y en el camino me dijo que no había amor más grande que el de Pipatón y Yarima. “Es el único que aún persiste, que ni siquiera la muerte podría borrar, cuando todo hombre honesto hace lo que debe hacer por una mujer, tal como lo hizo el Gran Cacique”. En ese momento, sin entender del todo lo que me decía, caminamos hasta el granero. Esa fue la última vez que lo vi, mientras desanudaba su canoa, que siempre la dejaba amarrada junto a la de Don Jesús un famoso pescador que era muy conocido en el sector de la Campana, porque él vivía solo en un playón frente al puerto de la ciudad. 

Hoy, no solo intentan que olvidemos las historias que nos pertenecen, sino que, por decisiones de algún genio local y de las administraciones municipales, se les ocurrió pintar la estatua, y hasta la placa se la robaron. Esto no solo constituye un deterioro del patrimonio material de los barranqueños, sino un delito de esos que nunca tienen responsables en la ciudad. Todo esto ocurre mientras parque continua abandonado. 


Fotografía: ©ArtistasZona, agosto de 2025. Serie: Barranca. Entre el Mito y la Furia.