Por. Dioscórides Pérez, Profesor Universidad Nacional de Colombia
La marcha por la paz fue una movilización histórica que puso a palpitar con esperanza el corazón de todos los colombianos. “Marchando el pueblo dio su voto de confianza a los diálogos de paz que adelanta el Gobierno de Juan Manuel Santos con la guerrilla de las FARC y rindió homenaje a la memoria de los millones de víctimas del conflicto armado (*)Sin identificarme con ninguna consigna política, y con el ánimo y compromiso de ayudar a crear la paz apoyando los diálogos de la Habana, salgo del campus de la Universidad Nacional a las 9:00 a.m. y me pego a la marcha blanca y roja que viene subiendo desde el Centro Administrativo Nacional, CAN, por la Avenida el Dorado.
En el camino me encontré con varios colegas de la academia y también con Blanca Riáscos, a quien conocí en Pekín hace más de 26 años. Caminando juntos entre el apretujado río de gente de todo el país llegamos a la Plaza de Bolívar más allá del medio día.
En la plaza encontramos a Guillermo González, cuyo padre, Sady González había estado con su cámara allí mismo hace 65 años- en tiempos del tranvía- para ser testigo y reportero gráfico de los sucesos más terribles del Bogotazo.
He estado en todas las marchas estudiantiles durante 40 años y jamás vi una manifestación más grande, tranquila y esperanzada que esta. En el ambiente flotaba el espíritu de una última esperanza. Recordé la imagen implorante de las ánimas del purgatorio, se me hizo un nudo en la garganta y por un momento asomó la lágrima.
Estuvimos a tiempo para ver, desde al atrio de la catedral, la apeñuscada multitud de niños, hombres, mujeres, ancianos, portando miles de banderas blancas con la imagen del Bolívar desnudo de Pereira que tomó como insignia la Marcha Patriótica y las que llevaban el perfil en blanco y negro con la imagen de Jorge Eliecer Gaitán, asesinado hace hoy 65 años.
También las añejas banderas rusas con la hoz y el martillo, una con la estrella azul de David, las de todos los movimientos políticos y cívicos, la de los estudiantes rebeldes, de los defensores de los animales, la morada de las lesbianas, la multicolor de los gay, la foto del barbado gurú de los devotos del Tao de las artes marciales, un inmensa foto en colores del comandante Chaves, hasta una bandera blanca de la Virgen del café, que debió aparecer durante el pasado paro cafetero.
Desde allí creí escuchar a mis espaldas las palabras de Jorge Zalamea recitando el sueño de las escalinatas, que entre el vuelo de los cientos de palomas -que hoy no comieron su maíz pira- y las bombas blancas con letreros de PAZ arrojadas a las nubes, se confundían con las palabras exaltadas de Alcalde Gustavo Petro quien recitaba en la tarima una desconocida estrofa del himno nacional, con las de Piedad Córdoba que exaltaba el espíritu de lucha del pueblo por buscar una paz definitiva, y las del escritor William Ospina que compartió su oración por la paz:
“La paz parece una palabra pero en realidad es un mundo. Un mundo de respeto, de generosidad, de oportunidades para todos. Y hay que saber que lo que rompe primero la paz es el egoísmo. El egoísmo que se apodera de la tierra de todos para beneficio de unos cuantos, que se apodera de la ley de todos para hacer la riqueza de unos cuantos, que se apodera del futuro de todos para hacer la felicidad de unos cuantos. De ahí nacen las rebeliones violentas, y de ahí nacen los delitos y los crímenes.”Desde allí vi llegar los campesinos de otras tierras, los empleados, las amas de casa, los obreros, los estudiantes, los desocupados, las comparsas multicolores, las batucadas de jóvenes, las mujeres de pecho desnudo, los zanqueros, los payazos, un grupo de jóvenes que hacían un performance en homenaje a los desaparecidos y asesinados llevando extendida sobre un anda una bandera nacional y encima ensangrentados calambombos de vaca entre pétalos de rosa, mientras jóvenes de luto portaban fotos de desparecidos.
Cuatro personas levantaban una mesa de madera sobre la cual había dos cubos de cartón blanco con la palabra paz escrita en letras de molde. También estaban los artistas plásticos, los poetas, los escritores, el pibe Valderrama perseguido por sus fanáticos.
Y, entre la multitud, los vendedores de pitos, de sombrillas, de la gafa oscura, de viseras, de los sombreros vueltiaos de cartón, de avena, de jugo de mandarina y naranja, de agua en botella, de churros, de algodón de azúcar, almojábana, de cocadas, buñuelo, de chontaduro, de pera, de durazno chileno, de manzana, de chorizo y chicharrón carnudo.
Aunque muchos almacenes habían cerrado sus puertas y protegido sus vitrinas con mallas metálicas, la marcha trascurrió en perfecta calma. Solo había algunos moderados grafiteros y un grupo que pegaba con engrudo afiches con la cara de Báteman.
Desde las escalinatas, marchando tranquilamente entre la guardia de policías de chaqueta verde fluorescente y los robóticos- que extrañaban la falta de trabajo- pude ver a varios amigos ya barbados y canosos, compañeros de estudio de los años 70 en la Nacional, otrora jóvenes “de todos los pelambres” antiguos militantes del Moir, la Juco, la Jupa, los socialistas, los troskos, algunos guardias rojos, otros con olor a monte.
También a Giangrandy, mi profesor de grabado, uno de teatro, y al nadaísta Jotamario Arbeláez, quien, por un momento, portó una escoba en cuyo palo enarbolaba una cartelera con el poema Manos Unidas del profeta Gonzalo Arango: “una mano/ más una mano / no son dos manos;/Son manos unidas / Une tu mano / a nuestras manos / para que el mundo no este / en pocas manos / sino en todas las manos”.
En un momento escuché detrás el clik de la cámara de mi colega Ricardo Arcos y de Jorge Mora, a quienes les vi reflejados en el ojo y la lente la memoria de las antiguas marchas estudiantiles. Y extrañé con gusto que esta marcha histórica para creer y crear la paz no terminara como aquellas en una estampida, entre explosiones de papas bomba y el irritante gas lacrimógeno.
Dejamos la plaza cuando empezaba la tarde pero todavía seguía llegando gente, y deshicimos el camino por la séptima hasta la calle 26. Por todos lados se veían los hombres y mujeres que vinieron de otras ciudades, sentados en los andenes con sus cajas de icopor devorando el almuerzo. Algunos ya dormían la siesta. No circulaban los buses del Transmilenio por el Museo del Oro ni en las Aguas.
Bogotá era un carnaval, favorecido con un día luminoso y caliente. Por todos lados había gente, humo de comidas callejeras, vendedores de lotería, fresas, chucherías, y mucha música: la filarmónica en la plaza a ritmo de merengue, mucho joropo llanero en el camino, y en el parque Santander rock y metal.
Sentado en el bus que me llevaba de regreso a la Universidad Nacional, pensé en que la energía de las miles de personas que marcharon aquí y en otras ciudades del país, apoyando el proceso de paz es un buen augurio, y debe convertirse en un mandato obligatorio para que los actores de la mesa de negociaciones concreten la firma de un acuerdo. Y la voluntad de hacerlo debería manifestarse de inmediato, atendiendo el llamado urgente del pueblo a un cese bilateral al fuego. ¡No más secuestros, no más bombardeos, no más tatucos, no más balas, no más minas!
Cuando pasé por el cementerio y vi sobre la puerta la imagen de Cronos dormitando y con la guadaña quieta, escuché claramente palabras del poeta Jorge Zalamea en su Sueño de las escalinatas y pensé que esta marcha de banderas blancas debía servir también como un conjuro, “como ahuyenta el huracán a una bandada de pájaros de mal agüero” ¡No más cólera!/¡No más odio!/¡Sólo el amor, el viril amor del hombre por su especie y por su semejanza!
Fotografías: © Dioscórides Pérez, Profesor Titular Escuela de Artes Plásticas, Universidad Nacional de Colombia, Abril 9 de 2013.
(*) Esta crónica fue escrita en caliente. Debe tener varios errores y muchos olvidos, pero no podía dejar pasar este momento histórico sin contar algunos detalles para los que, apoyando la PAZ desde casa, academia u oficina, no pudieron marchar. El ojo reemplazó la cámara que se varó por pilas.
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