sábado, 23 de mayo de 2009
CRÓNICA: ERA BARRANCABERMEJA
Recuerdo de un pasado semiremoto*
Por. Élmer Pinilla Galvis
Hace muchos años, cuando la memoria infantil principió a retener los primeros impactos afectivos y a seleccionarlos por categorías, Barrancabermeja era un pueblo en el que se confundían la fuerza progresista de los taladros y la presencia triste, subdesarrollada y ancestral de las chozas de bahareque.
Era un pueblo alegre, impecablemente vestido de blanco dril almidonado y de camisas Primavera de igual color, que asistía a misa a la humilde Capilla de San Luis Beltrán, que hacía su mercado en la plaza de Pinchote en medio del pantano, de la mugre y de los perros, pero donde se conseguía que la vida tuviera más sabor a yuca fresca y el trabajo supiera más a marañón y a bagre; que se extasiaba todos los Sábados con la llegada de ese monstruo con figura de culebra, mitad humano y mitad metálico, que avanzaba zigzagueante por las selvas e invadía con su indescriptible blancura bares, cantinas y tabernas, y regresaba los domingos con la conciencia martirizada por los etílicos arrepentimientos.
Era un pueblo que soportaba los insultos y los denuestos de la prensa y de los escritores que llegaban a él a tener sus primeras experiencias eróticas y a iniciar sus actividades bohemias, y luego se iban a las capitales a contar en los periódicos que aquel pueblecito no era más que “un burdel con alcalde”.
Prácticamente la última casa era El Vaticano, una especie de granero que miraba complacida los mangos y algarrobos del potrero que luego se convirtió en el Parque de los Niños. Más allá, la manigua con sus ríos y quebradas que entonaban conciertos de tigres y caimanes y que era como un cerco que aislaba al pueblo del resto de la Patria a manera de agresiva defensa.
Pero, a pesar de su pequeñez, Barrancabermeja era un poblado cuyo resuello se sentía en las desiertas playas de Punta Gallinas o en las impenetrables selvas de la Amazonia, y cualquier sobresalto de su corazón estremecía el apacible sueño de la Casa de Nariño.
La vida transcurría lenta pero febrilmente entre los pitos y resoplidos de la refinería, la bulliciosa cadencia de los “traganíqueles”, la alegría que desparramaban las orquestas de los “vapores” que atracaban en el muelle y, de vez en cuando, la visita de algún político que por fuerza tenía que ser liberal. Muy de tarde en tarde, la USO llamaba a huelga, el pueblo se vestía con banderas y pancartas, se reunía en las calles y en los parques para escuchar las arengas de Diego Montaña Cuéllar y entonces la vida económica se paralizaba totalmente debido a que no había negocio cuya subsistencia no dependiera absolutamente del salario de los trabajadores petroleros.
Así, las semanas pasaban entre el calor diurno, que obligaba constantemente a un refresco Jelo o a una “gaseosa” Cardona, y una que otra tormenta tropical que levantaba techos de zinc, tronchaba palmeras y desparpajaba gallineros.
El negro "Yuyo", loco de remate como sus hermanos Lucrecia y Abelardo, repartía la prensa y se trenzaba en luchas de cauchera y garrote con los pelaos del pueblo que le salían al paso a causarle bromas y a gritarle groserías. Todos los sábados el hermano Preciado recorría el pueblo con un pito en la boca para invitar a los niños al Catecismo en la escuela La Granja, donde repartía vales cambiables por artículos útiles en la Casa Cural y los ponía a jugar al fútbol con un balón lleno de turupes y de remiendos.
Frecuentemente El Rolo, con sus botas negras, pantalón blanco, sacoleva y cubilete, sacaba a relucir su mejor coche mortuorio y presidía los entierros sentado en el pescante desde donde, con aire solemne, dirigía el percherón sin importarle un pito la resolana que recibía en las espaldas y que debía freírle las grasas de su voluminoso cuerpo.
Toda la vida Barrancabermeja ha sido sitio de encuentro de todas las formas étnicas nacionales y extranjeras y ha conservado las expresiones típicas de cada una de ellas: desde el “atini bause” de los “turcos”, el ¡ave María! de los “paisas” y el “eche, no joda” de los costeños, hasta aquella expresión que más desasosiego produjo en el corazón infantil no tanto por su significado, como por el énfasis que se le ponía, y que usaban los antepasados santandereanos para “saludar” una cara amiga: ¡Hole, jijuepuerca!
Barrancabermeja siempre fue un pueblo deportista. “Rapidol”, “Granada”, “Interrogación”, “Huracán”, “Cóndor-Shell”, “Club Juvenil”, son nombres que acuden a la memoria en un cortejo de invaluables reminiscencias porque con ellos aparecen las imágenes de esos personajes que se quedaron impresos en la conciencia como los primeros héroes dignos de imitar y de quienes, en las competencias en que tomábamos parte, llevábamos los nombres con inusitado orgullo. ¡Cuántas veces no nos tranzábamos en fieras peleas porque todos queríamos ser a la vez “Chacolí”, Lubín Serrano, “El Flaco” Londoño, “La Cotorra” Pineda o “Chori” Salcedo y cuántos de los amigos de entonces lograron superar sus hazañas posteriormente con un remedo tan fiel que después de cada triunfo o de cada derrota, los veíamos ya cerrando la noche con el caminado lleno de dudas y con una “media” de ron en el bolsillo de atrás. Aquel fútbol era, claro está, rudimentario para hoy, pero entonces era tenido como el mejor examinador de los mejores seleccionados de la Costa, de Bogotá o de Medellín, pues ningún equipo que se respetara podía presumir de bueno si entre sus triunfos no había uno sobre la selección barrameja.
La educación se recibía básicamente en cinco establecimientos: el colegio de las Hermanas, la Escuela Pública, la Escuela La Granja, la Escuela de la señorita Lucrecia y los Colegios de los maestros Angarita y Calixto Pacheco; los profesores tenían sobre los alumnos la misma autoridad que sus padres a quienes lograban superar en los castigos.
En la Escuela Pública se hizo famoso el maestro Páez, contra cuya regla no valieron los más famosos y efectivos “contras” como las dos pestañas puestas en cruz sobre la palma de la mano que tenía el misterioso poder de partirla en mil pedazos tan pronto como su extremo romo, grueso y lleno de agujeros, se estrellaba contra la palma abierta del indefenso alumno. El maestro Angarita tenía una férula de cuero que terminaba en tres flecos llenos de nudos y que descargaba inmisericordemente en las espaldas y en las pantorrillas de los dignos de castigo. Para ella tampoco hubo “contra” posible a pesar de que se experimentó con unturas de barriga de sapo, saliva de iguana y estiércol de pisingo. Por supuesto, la asistencia a clases dejaba mucho qué desear pues la mayor parte de los alumnos tomaba las de Villadiego y se iban a hacerse la leba (lo que hoy es “capar clases”, y que valga la aclaración para evitar equívocos) al caño Cardales, a Las Camelias o a “Barranquita”, donde se daban unos baños completamente desnudos.
El río todavía lo era. Para poder divisar al otro lado la orilla de Antioquia, había que ponerse la mano a modo de visera pues no menos de un kilómetro separaba las dos laderas. Durante las épocas de lluvias su poderosa creciente saltaba por sobre las barrancas bermejas, se metía por entre el pueblo y obligaba a los almacenistas a encaramar los estantes y las vitrinas sobre troncos de madera o pilas de ladrillo y a los transeúntes a transitar en canoa. Era el río que le daba unidad a la patria al recorrerla tal y como los caminos de herradura: cada puerto era la fonda y cada lancha y cada buque, cada balsa y cada canoa, eran el trasunto fiel de la arriería. Consciente de su función unitaria, no sólo permitía que sobre su anchurosa superficie navegara majestuosamente El Atlántico, sino que se posaran serenamente los hidroaviones de la Scadta.
Y esas calles, que la Troco (Tropical Oil Company)regaba con petróleo para que no se llenaran de polvo las casas y los pulmones, estaban sembradas de almendros para darles a los peatones buena sombra y a la sección de aseo buena basura. Eran esas las calles que recorrían incesantemente los pelaos callejeros en labores de “vagamundería” detrás de una pelota de trapo, jugando “sinfines” con trompos “tataretos”, “remolinos” con bolitas de cristal “escascarañadas” o huyendo de los “patecueros”, calles que sólo desocupaban cuando aparecía de improviso “Bolenieve” o saltaba en añicos un espejo. Ellas fueron las calles que les dieron a las plantas infantiles el suficiente callo para resistir los zapatos que nuestros padres terca pero inútilmente nos obligaban a poner, y que presenciaron las luchas a puño y cauchera entre “los papitas” y los Alzates, los Ruedas y los Hernández, de las cuales salía casi siempre la mayoría de ellos con un ojo negro y la cabeza “escalabrá”
¡Cuántas cosas han desaparecido de esa BARRANCA BERMEJA, como se escribía entonces! Ya no está el famoso tanque del acueducto en la esquina de la calle Santander con el callejón de Las Flores, donde el tío Orlando se trepaba para refugiarse de las “jueteras” del abuelo, “el viejo” Chepe, por andar gritándole vivas al “gran partido liberal”. Ya no está “la pala”, ese fósil de “catapila” que, luego de muchos años de rebanar collados y nivelar terrenos, no pudo soportar los maltratos del “paisa” Eladio Restrepo y fue a morir de óxido en un recodo de la ciénaga Miramar, cerca del cual hoy se levanta majestuoso el Cristo Petrolero y donde, en un remanso de aguas pantanosas, muchos pelaos iniciaron el aprendizaje del “nadaíto’e perro” que luego perfeccionaban en “la marranera” justo en la desembocadura del Cardales sobre el Magdalena. Ya no se practica la caza a cauchera de la paloma guarumera en Soplavientos porque ese lugar está sentado por los reales del Ejército de Colombia. Tampoco está “El Pozo 7”, en Pcuyo fondo permanecían los restos de una locomotora que atrapaban a los pelaos que se bañaban en él para sembrar de luto y de dolor a muchos hogares barramejos. ¿Dónde se divertirán los pelaos de hoy?
Y los amigos de entonces, ¿dónde andarán? El negro “Chámpion”, el negro Dionisio, “Pateporra”, el ñato Víctor, “el Pichi” Silva, eran aquellos por quienes el “juete” materno azotó las espaldas una y otra vez en desaprobación de su amistad y compañía. Y “Barbudito”, que tenía fama de zambullirse en el muelle, nadar por debajo del casco de los buques y atravesar el Río hasta Casabe para huir de los “patecueros” y no ir a parar a la “guandoca” por robarle un “bollo limpio” a Fortunato Fonteche en la calle “El Bolsillo” o un guineo a “Gorroplo” en la calle Santander.
¡Cuántos recuerdos surgen de un pueblo que ha ido creciendo tan rápidamente como pasa el tiempo y por cuyas reminiscencias se atraganta el gaznate! ¡Cuánto no diera por volver a la época en que “el loco” Parra, con un machete en la mano y la cara deformada por la rabia, nos gritaba al vernos merodear su gallinero:
-¡Volvé a pasar puaquí, “chueco” hijuep....perra!
*Texto de 1989
Fotografía: Hugsh, Panorámicas de Barrancabermeja, 2009.
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