Hay ciertos recuerdos adolescentes que solo el tiempo logra curar o, al menos, maquillar con una capa de humor cínico, procaz y una jerga de la transgresión que servía como ensayo social para abordar el erotismo y el deseo. En el colegio, nuestro rito de cortejo se manifestaba en la burla. El erotismo no se declaraba con poemas, sino con una fórmula química prestada de algún chiste de grueso calibre; por eso, le decíamos a nuestras compañeras, con un desafiante sonrojo, pero a manera de sugerencia abierta e irónica, que si querían le aplicábamos una "inyección de Vergaminol Compuesto".
La anatomía del humor procaz, en esta frase de doble sentido, opera como un dispositivo: la expresión, prestada de un chiste, funciona como una máscara. Al evocar el lenguaje de la calle y del lumpen, lográbamos una risa liberadora entre pares, pues la vulgaridad rompía la rigidez del entorno escolar y la procacidad, al ser desproporcionada, neutralizaba el miedo a la sexualidad, volviéndola un juego.
Por otro lado, la ironía de la "solución química" radica en el sufijo "-ol" o "-ina", que remite inmediatamente al lenguaje farmacéutico. El deseo, el placer o la performance sexual se rebajan a la categoría de un compuesto químico inyectable. Este humor es una sátira inconsciente de la modernidad: se necesita un "potenciador" para lograr lo que la naturaleza o la espontaneidad no garantizan. El erotismo se diagnostica y se medica, revelando la primera capa de su mercantilización.
El Maletín Echolac y la Promesa de la Potencia
Esa misma fe en el elixir y el placebo se extendía a la vida adulta, aunque con un aire de conspiración mucho más serio. Recuerdo a mi abuelo, José de Jesús Amaya Portillo, un riodorense y chef en los campamentos de la Shell Oil Company en Barrancabermeja. Su templo no era una iglesia, sino la pastelería Nevada, donde, una vez al mes, se encerraba con el visitador médico.
El ritual era solemne: el maletín Echolac se abría como el Arca de la Alianza, revelando frascos y cajas que, según el vendedor, venían del extranjero y prometían nada menos que una "mejor calidad de vida". Por supuesto, la estrella eran los potenciadores sexuales, los Viagras analógicos de los años 70.
El humor aquí es irónico y melancólico. El vendedor no comercializaba simplemente el placer; vendía la garantía de la virilidad, la cual, asumida ya como un bien de consumo, debía ser preservada con química sofisticada. La potencia se había vuelto una mercancía con su propio dealer.
AfroStival y la Reducción del Deseo a Estigma Étnico
Hoy, la mercantilización del placer ha mutado: quien no ha jugado en la intimidad a inventarse afrodisiacos como el "arrechol" para despertar el deseo, sobre todo cuando se autoimpone la elevada exigencia de dar placer. Es en este contexto que se inserta la obra de la artista caleña Carmenza Banquera, AfroStival (Ready-make, vidrio, impresión digital y video, 2017), exhibida en la Bienal de Bogotá, la cual, paradójicamente, produce un efecto opuesto al goce.
El texto curatorial indica que AfroStival es un "elixir" ficticio que promete a quien lo consuma la capacidad de bailar, gozar y disfrutar "como un verdadero negro". El sarcasmo, supuestamente, critica los imaginarios colectivos que niegan la existencia afrodescendiente, encapsulándola en un estereotipo performático de placer y ritmo. Sin embargo, la obra, al intentar satirizar el racismo que reduce la identidad a la fiesta, corre el riesgo de caer en lo que algunos podríamos llamar el suprematismo esencialista, viendo el mundo exclusivamente a través del lente étnico.
La postura de la artista es comprensible en un país como Colombia, marcado por una historia de exclusión en el desarrollo nacional, que marginó a gran parte de los territorios y las comunidades afrodescendientes y donde aún subsiste un racismo soterrado que se manifiesta en ciertas regiones, estratos sociales y ámbitos políticos.
Esta realidad se ilustra con ejemplos lamentables de la política antioqueña. El entonces diputado uribista Rodrigo Mesa Cadavid generó indignación nacional cuando, en plena sesión de la Asamblea de Antioquia, afirmó que invertir recursos en el Chocó era "como perfumar un bollo". Esta declaración, emitida alrededor de mayo de 2012, fue ampliamente condenada por su percepción despectiva, racista y clasista hacia la región y sus habitantes.
Doce años después, una expresión similar reavivó la controversia. El concejal uribista en Medellín, Bernardo Alejandro Guerra Hoyos, utilizó la misma frase en una intervención el pasado 28 de agosto de 2024, al señalar: "Cuando dicen que es que esa persona negra, con el respeto que me merecen todos, es que si usted tiene a un a una persona negra, con ese color, es como perfumar un bollo, eso no tiene arreglo".
El uso idéntico de la expresión despectiva "perfumar un bollo" por ambos políticos antioqueños de la ultraderecha colombiana resulta particularmente significativo. Si bien en el contexto colombiano esta frase vulgar connota la inutilidad de un esfuerzo, al aplicarse directamente a la raza o a regiones predominantemente afrodescendientes, como el Chocó o las personas negras, adquiere un profundo y lamentable carácter racista y discriminatorio.
En este contexto histórico y con estos ejemplos de racismo explícito, la posición adoptada por la artista resulta no solo comprensible, sino necesaria.
Pero en esta perspectiva se vuelve problemática cuando analizamos el erotismo bajo las lentes filosóficas. ¿Acaso el goce y el placer son temas exclusivos de lo étnico? ¿Es necesario ser afrodescendiente para alcanzar esa jouissance que Barthes definía como la pérdida de sí?
Desde la perspectiva de Georges Bataille, el erotismo no es una simple satisfacción fisiológica, sino una ruptura de la continuidad, una experiencia de la transgresión que nos conecta con la animalidad y la muerte. Para Octavio Paz, el erotismo es una metáfora corporal, una búsqueda de la unidad perdida a través del otro.
Al reducir el goce a una fórmula ("bailar y gozar como un verdadero negro"), la obra de Banquera, irónicamente, se alinea con la lógica del mercado que dice criticar. El erotismo y el goce se convierten en una especialidad medicinal étnica, un placebo identitario que condena al "otro" (al no-afro) a la antimateria de la carnalidad, al vacío del deseo.
Si el deseo es una pulsión que palpita y entibia hasta el alma, si es, como postulan Paz y Bataille, un juego para la rendición honrosa de una batalla mística que se pierde con antelación, ¿qué cuestiona realmente Banquera?
El Frío Merchandising de la Crítica
La crítica a la mercantilización del placer requiere una estrategia de marketing visual que, como en el Luxury and Degradation de Koons o el humor crudo de Toiletpaper de Cattelan, utilice el kitsch o el shock para desarmar la solemnidad del consumo.
El merchandising de AfroStival, con su escenificación como botica de recipientes de vidrio (similar al concepto de los Medicine Cabinets de Hirst), resulta frío y predecible. Esta dispersión formal enfría todo deseo y no logra reflejar la cultura pulsante que dice representar. Su pragmatismo utilitarista cosifica la relación étnica en un intercambio o transacción, justo como la sociedad contemporánea mercantiliza toda relación afectiva en un trueque económico de "bienestar por piel", casi como la confabulación de los polvos o las misas negras de Enmanuel que utiliza Doña Leo para espantarle a su hija cualquier hombre que no le garantizará el mejor de sus negocios y con los que por fin lo logró, aunque se les haya infectado hasta el alma, dicen los de Algo-rrobo.
Y el otro tema es el humor. Banquera se propone abordar críticamente los estereotipos a través del humor y la ironía. ¿Y dónde está? Quizás el humor se ha perdido en la necesidad de ser altamente intelectualizado, de ser una simple hipérbole que no sorprende al espectador. El verdadero humor, al hablar de la felicidad o el goce, debería ser una expresión directa del bienestar o de la subversión de lo establecido. Aquí, lamentablemente, el dispositivo crítico es tan aséptico como la pastelería donde mi abuelo buscaba el elixir de su virilidad. La obra termina siendo una etiqueta más, un nuevo producto para el mercado de la identidad.
Adenda a propósito del erotismo
¿Acaso el deseo no va mucho más allá de la materialización del instinto, del acto de penetrar o dejarse penetrar, de la animalidad que llevamos por dentro? ¿No supera la simple satisfacción fisiológica —medida por la imposición cultural de los medios de información— de lo que significa la empalagosa y suculenta danza de los cuerpos que se entregan a una muerte momentánea y sucumben a sus más profundas perversiones, o a las búsquedas contradictorias que cada uno ha interiorizado como prioridades de vida?
¿Acaso el deseo no es también el comercio y la religiosidad de la economía con que nos entregamos a la otredad por necesidad, obligación o esclavitud, disfrazando eso que llamamos bienestar o equilibrio? Como si, al final, el deseo no se convirtiera en nuestra propia derrota mística y en la expiación de la rabiosa culpa por lo no alcanzado o lo vivido.
¿No es el goce el estigma de una espiritualidad que nos hace sangrar el alma y se nos vende como fórmula del éxito, y que compramos como misas, ritos, velas, pócimas o manipulación energética (brujería) para retener o espantar a las aves tóxicas del mal agüero?
Y al final, después de todo, ¿cómo llegamos al melodrama y al escenario del otro, a consumar el acto del sacrificio al que ni siquiera hemos sido invitados, con el que simplemente tropezamos o que elegimos con saña y trampa?
¿No es el erotismo tan solo un juego para la rendición decorosa y digna de una batalla que se pierde con antelación, o una forma de trascender que no es otra cosa que encontrarse con uno mismo, de plantearse un diálogo no sobre los futuros posibles, sino sobre el presente como acto de creación o como manifestación de toda la divinidad humana?
Fotografía: ©ArtistasZona, AfroStival, Carmenza Banquera (Ready-make, vidrio, impresión digital y video, 2017). Bienal Internacional de Arte y Ciudad de Bogotá, BOG25, octubre de 2025. (1) Tatiana, mi laboratorista del deseo.




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