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domingo, 26 de octubre de 2025

ELIXIR DE IDENTIDAD Y LA MERCANTILIZACIÓN DEL GOCE: UNA CRÍTICA A AFROSTIVAL DE CARMENZA BANQUERA EN LA BIENAL DE BOGOTÁ


El Placer Químico y el Humor Procaz 

Hay ciertos recuerdos adolescentes que solo el tiempo logra curar o, al menos, maquillar con una capa de humor cínico, procaz y una jerga de la transgresión que servía como ensayo social para abordar el erotismo y el deseo. En el colegio, nuestro rito de cortejo se manifestaba en la burla. El erotismo no se declaraba con poemas, sino con una fórmula química prestada de algún chiste de grueso calibre; por eso, le decíamos a nuestras compañeras, con un desafiante sonrojo, pero a manera de sugerencia abierta e irónica, que si querían le aplicábamos una "inyección de Vergaminol Compuesto"

La anatomía del humor procaz, en esta frase de doble sentido, opera como un dispositivo: la expresión, prestada de un chiste, funciona como una máscara. Al evocar el lenguaje de la calle y del lumpen, lográbamos una risa liberadora entre pares, pues la vulgaridad rompía la rigidez del entorno escolar y la procacidad, al ser desproporcionada, neutralizaba el miedo a la sexualidad, volviéndola un juego. 

Por otro lado, la ironía de la "solución química" radica en el sufijo "-ol" o "-ina", que remite inmediatamente al lenguaje farmacéutico. El deseo, el placer o la performance sexual se rebajan a la categoría de un compuesto químico inyectable. Este humor es una sátira inconsciente de la modernidad: se necesita un "potenciador" para lograr lo que la naturaleza o la espontaneidad no garantizan. El erotismo se diagnostica y se medica, revelando la primera capa de su mercantilización. 

El Maletín Echolac y la Promesa de la Potencia 

Esa misma fe en el elixir y el placebo se extendía a la vida adulta, aunque con un aire de conspiración mucho más serio. Recuerdo a mi abuelo, José de Jesús Amaya Portillo, un riodorense y chef en los campamentos de la Shell Oil Company en Barrancabermeja. Su templo no era una iglesia, sino la pastelería Nevada, donde, una vez al mes, se encerraba con el visitador médico. 

El ritual era solemne: el maletín Echolac se abría como el Arca de la Alianza, revelando frascos y cajas que, según el vendedor, venían del extranjero y prometían nada menos que una "mejor calidad de vida". Por supuesto, la estrella eran los potenciadores sexuales, los Viagras analógicos de los años 70. 

El humor aquí es irónico y melancólico. El vendedor no comercializaba simplemente el placer; vendía la garantía de la virilidad, la cual, asumida ya como un bien de consumo, debía ser preservada con química sofisticada. La potencia se había vuelto una mercancía con su propio dealer


AfroStival y la Reducción del Deseo a Estigma Étnico 

Hoy, la mercantilización del placer ha mutado: quien no ha jugado en la intimidad a inventarse afrodisiacos como el "arrechol" para despertar el deseo, sobre todo cuando se autoimpone la elevada exigencia de dar placer. Es en este contexto que se inserta la obra de la artista caleña Carmenza Banquera, AfroStival (Ready-make, vidrio, impresión digital y video, 2017), exhibida en la Bienal de Bogotá, la cual, paradójicamente, produce un efecto opuesto al goce. 

El texto curatorial indica que AfroStival es un "elixir" ficticio que promete a quien lo consuma la capacidad de bailar, gozar y disfrutar "como un verdadero negro". El sarcasmo, supuestamente, critica los imaginarios colectivos que niegan la existencia afrodescendiente, encapsulándola en un estereotipo performático de placer y ritmo. Sin embargo, la obra, al intentar satirizar el racismo que reduce la identidad a la fiesta, corre el riesgo de caer en lo que algunos podríamos llamar el suprematismo esencialista, viendo el mundo exclusivamente a través del lente étnico. 

La postura de la artista es comprensible en un país como Colombia, marcado por una historia de exclusión en el desarrollo nacional, que marginó a gran parte de los territorios y las comunidades afrodescendientes y donde aún subsiste un racismo soterrado que se manifiesta en ciertas regiones, estratos sociales y ámbitos políticos. 

Esta realidad se ilustra con ejemplos lamentables de la política antioqueña. El entonces diputado uribista Rodrigo Mesa Cadavid generó indignación nacional cuando, en plena sesión de la Asamblea de Antioquia, afirmó que invertir recursos en el Chocó era "como perfumar un bollo". Esta declaración, emitida alrededor de mayo de 2012, fue ampliamente condenada por su percepción despectiva, racista y clasista hacia la región y sus habitantes. 

Doce años después, una expresión similar reavivó la controversia. El concejal uribista en Medellín, Bernardo Alejandro Guerra Hoyos, utilizó la misma frase en una intervención el pasado 28 de agosto de 2024, al señalar: "Cuando dicen que es que esa persona negra, con el respeto que me merecen todos, es que si usted tiene a un a una persona negra, con ese color, es como perfumar un bollo, eso no tiene arreglo"

El uso idéntico de la expresión despectiva "perfumar un bollo" por ambos políticos antioqueños de ultraderecha resulta particularmente significativo. Si bien en el contexto colombiano esta frase vulgar connota la inutilidad de un esfuerzo, al aplicarse directamente a la raza o a regiones predominantemente afrodescendientes, como el Chocó o las personas negras, adquiere un profundo y lamentable carácter racista y discriminatorio. 

En este contexto histórico y con estos ejemplos de racismo explícito, la posición adoptada por la artista resulta no solo comprensible, sino necesaria. 

Pero en esta perspectiva se vuelve problemática cuando analizamos el erotismo bajo las lentes filosóficas. ¿Acaso el goce y el placer son temas exclusivos de lo étnico? ¿Es necesario ser afrodescendiente para alcanzar esa jouissance que Barthes definía como la pérdida de sí? 

Desde la perspectiva de Georges Bataille, el erotismo no es una simple satisfacción fisiológica, sino una ruptura de la continuidad, una experiencia de la transgresión que nos conecta con la animalidad y la muerte. Para Octavio Paz, el erotismo es una metáfora corporal, una búsqueda de la unidad perdida a través del otro. 

Al reducir el goce a una fórmula ("bailar y gozar como un verdadero negro"), la obra de Banquera, irónicamente, se alinea con la lógica del mercado que dice criticar. El erotismo y el goce se convierten en una especialidad medicinal étnica, un placebo identitario que condena al "otro" (al no-afro) a la antimateria de la carnalidad, al vacío del deseo. 

Si el deseo es una pulsión que palpita y entibia hasta el alma, si es, como postulan Paz y Bataille, un juego para la rendición honrosa de una batalla mística que se pierde con antelación, ¿qué cuestiona realmente Banquera? 


El Frío Merchandising de la Crítica 

La crítica a la mercantilización del placer requiere una estrategia de marketing visual que, como en el Luxury and Degradation de Koons o el humor crudo de Toiletpaper de Cattelan, utilice el kitsch o el shock para desarmar la solemnidad del consumo. 

El merchandising de AfroStival, con su escenificación como botica de recipientes de vidrio (similar al concepto de los Medicine Cabinets de Hirst), resulta frío y predecible. Esta dispersión formal enfría todo deseo y no logra reflejar la cultura pulsante que dice representar. Su pragmatismo utilitarista cosifica la relación étnica en un intercambio o transacción, justo como la sociedad contemporánea mercantiliza toda relación afectiva en un trueque económico de "bienestar por piel". Así es la confabulación de los polvos, misas negras y veladuras de Enmanuel que Doña Leo, la costurera de San Carlos, le compra para espantarle a su hija cualquier hombre que no le garantice el mejor de sus negocios. Con ello, por fin, lo logró y triunfó, aunque se les haya infectado hasta el alma, según murmuran los de Algo-rrobo.

Y el otro tema es el humor. Banquera se propone abordar críticamente los estereotipos a través del humor y la ironía. ¿Y dónde está? Quizás el humor se ha perdido en la necesidad de ser altamente intelectualizado, de ser una simple hipérbole que no sorprende al espectador. El verdadero humor, al hablar de la felicidad o el goce, debería ser una expresión directa del bienestar o de la subversión de lo establecido. Aquí, lamentablemente, el dispositivo crítico es tan aséptico como la pastelería donde mi abuelo buscaba el elixir de su virilidad. La obra termina siendo una etiqueta más, un nuevo producto para el mercado de la identidad. 

Adenda: sobre el erotismo y otras arandelas 

¿Acaso el deseo no va mucho más allá de la materialización del instinto, del acto de penetrar o dejarse penetrar, de la animalidad que llevamos por dentro? ¿No supera la simple satisfacción fisiológica —medida por la imposición cultural de los medios de información— de lo que significa la empalagosa y suculenta danza de los cuerpos que se entregan a una muerte momentánea y sucumben a sus más profundas perversiones, o a las búsquedas contradictorias que cada uno ha interiorizado como prioridades de vida? 

¿Acaso el deseo no es también el comercio y la religiosidad de la economía con que nos entregamos a la otredad por necesidad, obligación o esclavitud, disfrazando eso que llamamos bienestar o equilibrio? Como si, al final, el deseo no se convirtiera en nuestra propia derrota mística y en la expiación de la rabiosa culpa por lo no alcanzado o lo vivido. 

¿No es el goce el estigma de una espiritualidad que nos hace sangrar el alma y se nos vende como fórmula del éxito, y que compramos como misas, ritos, velas, pócimas o manipulación energética (brujería) para retener o espantar a las aves tóxicas del mal agüero? 

Y al final, después de todo, ¿cómo llegamos al melodrama y al escenario del otro, a consumar el acto del sacrificio al que ni siquiera hemos sido invitados, con el que simplemente tropezamos o que elegimos con saña y trampa? 

¿No es el erotismo tan solo un juego para la rendición decorosa y digna de una batalla que se pierde con antelación, o una forma de trascender que no es otra cosa que encontrarse con uno mismo, de plantearse un diálogo no sobre los futuros posibles, sino sobre el presente como acto de creación o como manifestación de toda la divinidad humana? 


Fotografía: ©ArtistasZona, AfroStival, Carmenza Banquera (Ready-make, vidrio, impresión digital y video, 2017). Bienal Internacional de Arte y Ciudad de Bogotá, BOG25, octubre de 2025. (1) Tatiana, mi laboratorista del deseo.

miércoles, 22 de octubre de 2025

PABELLÓN DE LA NOSTALGIA VACÍA: UN OBJETO DE CONTEMPLACIÓN EN LA ESQUINA DEL OLVIDO



La Bienal Internacional de Arte y Ciudad, BOG25, ha clavado un alfiler de metal y madera en el corazón de Bogotá: el Pabellón Las Nieves de Alejandro Tobón. Ubicada en la emblemática, y cargada de historia, esquina de la Avenida Jiménez con carrera séptima, la intervención escultórica se presenta como un ejercicio de arqueología matérica, una súplica a la memoria. Pero, ¿es esta obra un umbral hacia la reflexión profunda o, por el contrario, un mero simulacro de conciencia social, tan pulido como estéril? 

La crítica más acuciante no proviene de los círculos académicos, sino del peatón, del ciudadano que se bate a diario en la cruda realidad que el arte a veces se permite romantizar. La voz de Roberto Antonio Argüello Sánchez, un vendedor ambulante de ochenta años con la convicción de una vida navegando la intemperie, desarma la pretensión estética de Tobón con una extrema lucidez. Su lectura de la obra, como "la marginalidad de tablitas donde lo más bonito siempre está adelante y lo feo siempre se esconde detrás", no es una interpretación, sino un veredicto. 

El testimonio de Argüello Sánchez, es demoledor: "Fíjese, pasaba por aquí de camino a la ayuda del Distrito porque llevo esperando casi 20 años una operación en mi rodilla que me alivié la artrosis y me encontré en la calle la marginalidad de tablitas donde lo más bonito siempre está adelante y lo feo siempre se esconde detrás tal como hacemos con nuestras casas en los barrios de Bogotá, mientras los que viven por aquí permanentemente nos dicen usted tiene que quitarse de acá porque huelen mal y si somos viejos hasta nos escupen."

Para Don Roberto, la obra no es arte; es la "misera" convertida en "patrimonio" y mercantilizada. La fragilidad que Tobón presenta como estrategia artística es la realidad estructural para él, cuyas casas están hechas de tablitas o paroi, y quien señala que hay muchas veredas llamadas “Casa e’ Tabla”. Su crítica es a la simulación reciclada que convierte la miseria en objeto de exposición sin cuestionar su persistencia. 

Así mismo, el artista, al convertir la pobreza en arte, trivializa y quizás promueve "tours turísticos para pasear por nuestros barrios viendo arte por todos lados, mientras para nosotros es solo miseria". Aquí, la obra de arte se ve atrapada en el sistema que critica: la dinámica de gentrificación y la fetichización de la marginalidad. 

El Pabellón Las Nieves cae en la trampa recurrente de la "cosmética de la miseria": la memoria como acto de contemplación nostálgica, desprovista de la fricción necesaria para interrogar el presente. La obra, con su aparente cúmulo de elementos que intentan "retener e inmovilizar una parte de la historia," se convierte en un lunar, sí, pero uno que embellece la cicatriz en lugar de forzar su examen. Se trata de un gesto contemplativo para la nostalgia, un memento mori de la precariedad que no se atreve a cuestionar el nunc stans de la desigualdad.

El Espectador Cuestionado: Desde Dónde Leemos la "Miseria Convertida en Patrimonio"

Aquí reside el núcleo de la crítica: la perspectiva del espectador y la cuestión fundamental de ¿cómo y desde dónde leemos una obra de arte como transeúnte o simple ciudadano? 

El arte contemporáneo, al intervenir el espacio público con narrativas de precariedad, corre el riesgo de dirigirse exclusivamente a un público ya iniciado, que puede permitirse el lujo intelectual de la distancia estética. Para el transeúnte —Argüello Sánchez—, la obra no es una metáfora de la pobreza, sino la materialización de su vida diaria, despojada de su dignidad y convertida en espectáculo. La rabia de Don Roberto, al confesar: "Me da cólera que esta pobreza que arrastramos, ahora le llamen patrimonio y se convierte en obras de arte como lo hace este paisano", es el dardo más certero contra el proyecto. El peligro de este tipo de arte es doble.;

En primer lugar por la expropiación de la realidad: Al estetizar la "casa e' tabla" de miles de barrios y veredas del país, el arte le roba al ciudadano marginal su narrativa. Lo que para él es miseria, supervivencia y una lucha por la dignidad, para el circuito artístico y el espectador privilegiado es patrimonio y tema de tesis. 

Y porque se convierte en un gesto sin consecuencia: La obra se instala en la esquina que habitan los ecos de la historia violenta del país —la "carrera de la muerte" donde cayeron Rafael Uribe y Jorge Eliecer Gaitán y donde se escucha el eco de la consigna uribista de "Bala es lo que tenemos..."—, pero su llamado a la memoria se queda en el nivel de lo matérico. No es una pregunta sobre para qué nos sirve la memoria en un presente donde la "marginalidad de tablitas" sigue siendo la norma. Es solo "cosmética efímera"

El artista, a juicio del caminante, parece no haber "paseado por los miles de barrios que hay en el país", lo que resulta en una simulación de la experiencia, un mundo poblado que solo consigue cristalizar la historia en lugar de liberarla para que interpele el presente. El Pabellón es, en última instancia, un objeto de contemplación nostálgica que ofrece la ilusión de profundidad, mientras que el ciudadano, el verdadero habitante de la miseria representada, lo lee con la lucidez brutal de quien solo espera "la certeza que en el otro lado será mejor porque en este tiempo solo conocimos el mal". 

El Pabellón Las Nieves fracasa, no por su falta de oficio, sino por su incapacidad de trascender la simulación y convertirse en una pregunta incómoda. Al convertir la precariedad en objeto de arte, no se ofrece una crítica estructural, sino la posibilidad de un tour turístico por la pobreza estetizada, exactamente el temor que Don Roberto Antonio Argüello Sánchez articuló. La obra es, tristemente, un eco silencioso en una esquina que exige un grito. 


Fotografía: ©ArtistasZona, octubre de 2025. Pabellón Las Nieves de Alejandro Tobón(Instalación, ensamble de maderas y metal), Bienal Internacional de Arte y Ciudad BOG25. (2) Roberto Antonio Argüello Sánchez.