“Es el amor, y no la razón, lo que es más fuerte que la muerte”
Thomas Mann
“Cuando te vi, me enamoré. Y tu sonreíste porque lo supiste”.
William Shakespeare
La calle sueña en la mirada del transeúnte su propia mentira, pero el espejo se resiste a levantar sus ojos para encontrarse con el otro; simplemente escapa mientras cae a pedazos el aliento de tu lluvia, aun así, su humedad impregna la última de sus historias, esa de olor a naftalina, telarañas alevosas y baúl viejo; las que se esconden por vergüenza al que dirán de los amigos y la acuciosa inspección de tu madre.
Afuera, en tu esquina, bajo el árbol, te dejé las sombras de los demás, de los que se pasearon frente a tu ventana y te dejaron las sábanas almidonadas y este burdel de sonrisas desnudas bajo la cama.
Adentro, el destino herido se aventura a barajar la realidad para acomodar sus respuestas; luego, le prende una vela más a la duda y la otra a sus demonios, para que no pierdan el camino de regreso. En la puerta, cualquier hora espera ansiosa y anuda su ábaco de andanzas a la cintura, ahora que el último nunca llegó a la fila; pero, antes de partir, tu olor a carne oreada se disipa con aceite de lavanda y papel moneda, porque a pesar de sus esfuerzos, su oración nace muerta como conjuro de magia negra o sortilegio de cama vacía.
Recuerda, que en cada paso ciego se detiene el aliento y los caminos cruzados, esos con los que sigues infectando la vida y apúrate que detrás de ti viene una sombra nueva, otro rostro oculto y el monedero abierto.
A Daniela Beltrán Cantillo